Yo metí el brazo y lo saqué desde la pantalla del televisor. Él estuvo combatiendo en Vietnam y había que verlo, con su cuerpo musculoso cargando esa metralleta, escabulléndose entre los árboles y matando a todo el que encontraba a su paso. Mi hija lo miraba con atención, con sus ojos fijos en la T. V., le seguía los movimientos, olvidaba que metía las manos en una fundita para comer rosetas de maíz. Ella se emocionaba, hacía los gestos de su héroe. Yo la llamé y no me escuchó, seguía ensimismada, nadie la sacaba de su anonadamiento. Yo pensé que ese héroe era una mala influencia para mi hija y decidí meter la mano, lo saqué por el cuello y le dije “¿tú no sabes que estás comiéndote la mente de la nena? ¿Eh? Él dejó caer el arma, y con lengua estropajosa dijo: “ ¡Soy inocente, soy inocente!” Me llené de más ira y le apreté el cuello, sus ojos le brillaron como brazas, ya la lengua se le brotaba. Ahí me atrapó la nena “papá, se me apagó la película”. Yo apenas la escuché, sentí unos pasos en el patio, abrí la persiana y los niños del pueblo, que veían su película preferida, demandaban la liberación de su héroe.
El hombre primitivo salió de la cueva y vio la claridad del día. Sus ojos se le llenaron de alegría. Miró a su alrededor, el bosque verde y amplio se abría, tendiéndole una invitación para que se echara a caminar. Así lo hizo. Caminó un largo rato. Podía escuchar el canto de las aves, el rugir de viento entre los árboles y ver la maravilla de las flores en plena primavera. Después, rozó dos piedras y armó un fuego pavoroso en todo el bosque. Pasó dos días corriendo, pero descubrió el fuego. Empezó a llover, se escondió en otra cueva y tembló de miedo cuando los rayos y los truenos se llevaban la tarde. Así fue, se encontró con otros semejantes, y se asentaron en algunos de predios que tomaron. Luego, trabajaron con el metal, con la electricidad, con la Internet y el genoma humano. Pero el hombre primitivo no se olvida nunca de entrar en su cueva; y entra a cada rato, cada vez con más frecuencia.
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