La luz de la luna le da un brillo metálico a la carretera, parece un hilo de plata atravesando la oscuridad.
La vía fue construida dos años atrás por los gringos, haciendo gala de su tecnología y la misma comunica a Compostela con la capital. Meses atrás la repararon de un derrumbe causado por las lluvias.
Las dos de la madrugada, una ambulancia se desplaza por la bestia plateada, como quien no quiere llegar a su destino. La luz giratoria está apagada, el color blanco pierde esencia con la noche.
Un hombre, maltratado por el tiempo, la maneja. Al otro extremo del asiento descansa su sombrero. Su mirada se pierde por la larga carretera, sus ojos tienen una expresión nunca vista, y cuando se le van a nublar por el llanto, piensa: Treinta años trabajando para llegar a nada, yo me acostumbré al ruido de las sirenas, a las luces giratorias, a los llantos. Me acostumbré a portar como equipaje el dolor de las gentes. Recuerdo una noche como ésta en que llevaba el cadáver de una mujer. No la pude nunca olvidar, porque esa noche nació mi hijo y me di cuenta que la vida juega diversas cartas con nosotros: cartas atristadas, cartas alegres...
En mi casa, a esa hora, celebraban el nacimiento del niño y yo le llevaba una carga de tristezas a esa familia. Pero me acostumbré, en treinta años, ¡quién no se acostumbra!
Me llamaban en horas inoportunas “¡Francisco, levántate, hay que llevar a fulano de tal a la capital!” Y ahí iba yo, con mis rápidos movimientos y mis ojos sin haberse acostumbrado a la oscuridad.
En medio de los caminos a veces caían torrenciales aguaceros o se atravesaban de vez en cuando animales del monte. Así han transcurrido treinta largos años entre malas noches y gritos de sirena, entre luces intermitentes y altas velocidades. He estado en el mismo centro de los dolores y ahora siento que los dolores están en el mismo centro de mí.
Nunca pensé en una noche como esta, precisamente camino a Compostela, nunca pensé que detrás del dolor hubiera más dolor; quizá por eso no pongo a volar este vehículo.
Y para qué volar, es lo mismo, nada voy a reformar. Esta noche no me la imaginé, se sale de mi diario vivir. Esta noche llevo a mi casa, el cadáver de mi hijo.
(Este es el primer cuento escrito
por Virgilio López Azuán,
data del año 1984)
La vía fue construida dos años atrás por los gringos, haciendo gala de su tecnología y la misma comunica a Compostela con la capital. Meses atrás la repararon de un derrumbe causado por las lluvias.
Las dos de la madrugada, una ambulancia se desplaza por la bestia plateada, como quien no quiere llegar a su destino. La luz giratoria está apagada, el color blanco pierde esencia con la noche.
Un hombre, maltratado por el tiempo, la maneja. Al otro extremo del asiento descansa su sombrero. Su mirada se pierde por la larga carretera, sus ojos tienen una expresión nunca vista, y cuando se le van a nublar por el llanto, piensa: Treinta años trabajando para llegar a nada, yo me acostumbré al ruido de las sirenas, a las luces giratorias, a los llantos. Me acostumbré a portar como equipaje el dolor de las gentes. Recuerdo una noche como ésta en que llevaba el cadáver de una mujer. No la pude nunca olvidar, porque esa noche nació mi hijo y me di cuenta que la vida juega diversas cartas con nosotros: cartas atristadas, cartas alegres...
En mi casa, a esa hora, celebraban el nacimiento del niño y yo le llevaba una carga de tristezas a esa familia. Pero me acostumbré, en treinta años, ¡quién no se acostumbra!
Me llamaban en horas inoportunas “¡Francisco, levántate, hay que llevar a fulano de tal a la capital!” Y ahí iba yo, con mis rápidos movimientos y mis ojos sin haberse acostumbrado a la oscuridad.
En medio de los caminos a veces caían torrenciales aguaceros o se atravesaban de vez en cuando animales del monte. Así han transcurrido treinta largos años entre malas noches y gritos de sirena, entre luces intermitentes y altas velocidades. He estado en el mismo centro de los dolores y ahora siento que los dolores están en el mismo centro de mí.
Nunca pensé en una noche como esta, precisamente camino a Compostela, nunca pensé que detrás del dolor hubiera más dolor; quizá por eso no pongo a volar este vehículo.
Y para qué volar, es lo mismo, nada voy a reformar. Esta noche no me la imaginé, se sale de mi diario vivir. Esta noche llevo a mi casa, el cadáver de mi hijo.
(Este es el primer cuento escrito
por Virgilio López Azuán,
data del año 1984)
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