Ahí estaba mi casa, en la calle principal del pueblo, justamente al lado derecho de la iglesia. Esa iglesia bonita, con arquitectura de tipo victoriano. Cada vez que paso por aquí me parece verla, pero ya no está. Se fue en el fuego del siete de agosto, gracias a Dios no estuve aquí, me hubiera desgarrado verla en llamas.
De mi casa no puedo olvidar el día que la azotó el ventarrón. Vino con fuerza demoníaca. Primero la brisa sopló suave y levantó un polvillo color amarillo mostaza. Dos horas más tarde vino ese tornado y llenó los techos de tierra. Luego llegó la lluvia, fue una lluvia pertinaz que duró tres días.
En el techo del segundo piso creció una planta, sus ramas eran brazos que se extendían a la calle. Sin darnos cuenta ya la planta copaba todo el techo y se iba apoderando del balcón en la parte alta. Unas flores extrañamente amarillas y rojas empezaron a salir.
Los vecinos veían la planta con expectación; yo, con miedo. Me preguntaba por qué esa planta crecía en mi casa y no en otro sitio. No he de negarlo, concluí que esa semilla extraña la trajo el ventarrón y con las lluvias pudo germinar, y allí estaba.
La planta era bonita, pero llena de misterio. Yo le sugerí al abuelo que nos fuéramos lejos de allí y él nunca quiso. Una vez lo vi pararse en el balcón y recordé la historia del Rey Nabuconodosor y los jardines colgantes de Babilonia.
Al abuelo lo veía tan enigmático, tan extraño...
Era como un ritual. Esas imágenes nunca las olvidé: La casa, las calles estrechas y las flores rojas, violetas y amarillas. Después entendí que todos tenemos nuestros jardines colgantes en la memoria.
De mi casa no puedo olvidar el día que la azotó el ventarrón. Vino con fuerza demoníaca. Primero la brisa sopló suave y levantó un polvillo color amarillo mostaza. Dos horas más tarde vino ese tornado y llenó los techos de tierra. Luego llegó la lluvia, fue una lluvia pertinaz que duró tres días.
En el techo del segundo piso creció una planta, sus ramas eran brazos que se extendían a la calle. Sin darnos cuenta ya la planta copaba todo el techo y se iba apoderando del balcón en la parte alta. Unas flores extrañamente amarillas y rojas empezaron a salir.
Los vecinos veían la planta con expectación; yo, con miedo. Me preguntaba por qué esa planta crecía en mi casa y no en otro sitio. No he de negarlo, concluí que esa semilla extraña la trajo el ventarrón y con las lluvias pudo germinar, y allí estaba.
La planta era bonita, pero llena de misterio. Yo le sugerí al abuelo que nos fuéramos lejos de allí y él nunca quiso. Una vez lo vi pararse en el balcón y recordé la historia del Rey Nabuconodosor y los jardines colgantes de Babilonia.
Al abuelo lo veía tan enigmático, tan extraño...
Era como un ritual. Esas imágenes nunca las olvidé: La casa, las calles estrechas y las flores rojas, violetas y amarillas. Después entendí que todos tenemos nuestros jardines colgantes en la memoria.
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